miércoles, 2 de mayo de 2012

EL DESTINO DE LA MEMORIA

EL NACIONAL - Sábado 28 de Abril de 2012     Papel Literario/4
Liubliana o la memoria como destino
MIGUEL GOMES

La imaginación y las conductas verbales de Eduardo Sánchez Rugeles (Caracas, 1977) parecen dotarlo bien para el cultivo de la novela. Sus historias fluyen no como ríos, sino como sistemas hidrográficos; en ellos las diversas anécdotas se entreveran y tejen sus cursos.

La variedad de su obra oculta una ambición totalizadora que compensa las angustiosas fragmentaciones de la psique de sus personajes, asediados por experiencias límite.

Con su título más reciente, Liubliana, se completa una trilogía vinculada de algún modo por el exilio o, mejor dicho, por desarraigos espirituales anteriores a la expatriación y que esta sólo robustece o confirma. Es una trilogía donde asimismo se recurre constantemente a la cultura de masas y a sus géneros narrativos o cinematográficos preferidos. En Blue Label/Etiqueta Azul (2010) la desorientación de la juventud venezolana actual se capta con una road novel--más bien road movie, si nos atenemos a las pocas letras de los protagonistas-- en que la identidad individual se diluye entre en las ruinas de un país que nunca ha cumplido sus promesas.

En Transilvania unplugged (2011) el laberinto de una Rumania donde desaparece un caraqueño da pie a una novela negra que culmina con una visión "atroz" de la Venezuela de hoy, alienada de discursos tan heroicos como espectrales. En Liubliana, el whodunit o lo estilísticamente noir se combinan con el relato sentimental. Creo, sin embargo, que esta última entrega merece más nuestra atención por el sutil diálogo que entabla con otras tradiciones, y una de ellas es la de la narrativa venezolana.

De Massiani a González León Tres son las vetas específicas de tal homenaje. Una muy visible apunta al tipo de literatura promovido por Francisco Massiani desde fines de los años sesenta, que en los ochenta y noventa encontró a su más perseverante propulsor en Antonio López Ortega, para volverse lenguaje colectivo únicamente durante el nuevo milenio, cuando Roberto Martínez Bachrich, Rodrigo Blanco Calderón, Juan Carlos Méndez Guédez y otros lo han convertido en signo de los tiempos. Se trata de relatos de formación en el contexto específico de la sociedad latinoamericana, cuyo espacio para el desarrollo de la vida interior suele ser precario debido a la lucha de elementos arcaizantes y concepciones modernas del yo.

La educación sentimental del joven proveniente de una clase media amenazada por extremos en pugna de la cultura de la miseria y la de los rancios mantuanajes en Sánchez Rugeles alcanza la reposada elegancia de lo ya reconocido como natural por un autor venezolano. Las cuitas personales, amorosas en muchos casos, no surgen en su ficción como objetos incómodos, sino que vertebran el decir: una tortuosa relación madre-hijo, un estrepitoso fracaso conyugal, un adulterio a destiempo, amistades ganadas e irremediablemente perdidas precipitan el destino de Gabriel, protagonista de Liubliana.

La segunda veta a la que me refería asocia el proyecto de Sánchez Rugeles al paradigma que Adriano González León instauró en Venezuela con País portátil (1968). Si bien la trama de esa novela y la de Liubliana son sustancialmente distintas, comparten el diseño que les permite construir contrapuntos de historia íntima y colectiva, sagas individuales y familiares, así como un climático desenlace en que pasado y presente se imbrican trágicamente. Los planos heterogéneos de la memoria de Gabriel se entrecruzan a medida que su razón se desmorona en el aquí y ahora, teniendo este proceso como telón de fondo el desvarío político que engolfa a la nación desde los años noventa. Monólogos yuxtapuestos de personajes; sucesos adolescentes caraqueños y desventuras del emigrante en Madrid; reflexiones despreocupadas sobre Disney e infernales escenas de violaciones y asesinatos durante los deslaves de 1999: el arte de combinar anécdotas o voces diversas consolida la clave paralelística sin la cual Liubliana carecería de su poderosa gravedad moral. Esta, sin necesidad de prédicas, nos obliga a sopesar las difíciles encrucijadas impuestas a las manifestaciones más subjetivas de nuestra existencia por la política y otras formas de sociabilidad.

Hágase la oscuridad La tercera huella de la tradición narrativa nacional patente en Liubliana se verifica en su afinidad con el ciclo del chavismo. Me refiero a obras que poco después de la primera intervención mayor de Hugo Chávez en la vida pública --la intentona de golpe militar de 1992-- han captado el clima de disolución tanto material como anímica del país, con propensión al retrato delo decadente, brutal, paroxístico.

Aunque a veces lo fantástico se infiltra, lo anterior se produce usualmente de manera realista, señalando una inesperada repolitización de las letras venezolanas o, al menos, de las lecturas que propician. De nuevo, esta vertiente se remonta a los años sesenta y setenta encontrando en varios miembros de El Techo de la Ballena, pero en particular en un gran narrador asociado a ese grupo, Salvador Garmendia, modelos imprescindibles. Tal como entonces se hizo contrastar la representación del entorno pesadillesco hecho de despojos y materias en descomposición con los ideales progresistas de la democracia, ahora esa misma degradación va de la mano con la crónica de otra versión triunfalista y huera de nación, la de una Venezuela que "ahora es de todos", pero en la cual se agudizan viejas aflicciones sociales y económicas.

Para decirlo brevemente, La hermandad del despertar es la novela del siglo XI, así como El nombre de la rosa, de Umberto Eco, es la novela del siglo XIV

En común con obras de Alberto Barrera, Óscar Marcano, Gisela Kozak, Gustavo Valle, Enza García, Gabriel Payares, Mario Morenza, Krina Ber y otros narradores activos en los últimos doce años, Sánchez Rugeles recrea en Liubliana una Caracas presa de la angustia y la violencia. En palabras de sus personajes, "un lugar perdido para siempre, un supuesto paraíso en el que Dios, en lugar de hacer luz, pronunció un aciago hágase la oscuridad" (p. 160).

En ese mundo negativo los heridos de bala en medio del caos que ocupa las calles llegan "en bultos, montados en camillas" y los rostros de los sobrevivientes "parecen un retrato expresionista, un cuadro triste, en blanco y negro, en el que algún artista maldito quiso tallar la esencia de la desesperación" (p. 161).

Las manos heladas de una mujer Un subgénero nítidamente delineado en el ciclo del chavismo es el de las narraciones del deslave, materia que ya ha inspirado cuentos y novelas memorables. Algunos segmentos de Liubliana, como he adelantado, se nutren de esa sombría imaginería. A los derrumbes históricos la novela añade no obstante uno más ostensible: el de la conciencia de su protagonista, anegada desastrosamente hacia el final por los contenidos mal asimilados de su inconsciente. Si una de las sorpresas ocultas en la trama es un siniestro y violento incesto que empaña la visión idílica --pueril-- que Gabriel tenía de sus amigos caraqueños, la relación entre él y su madre soltera, la Nena Guerrero, traza otro horizonte incestuoso, de regresiones a un origen que ha de devorarlo confundiendo en el magma primordial su identidad de individuo y los fantasmas de los demás. En el desenlace, nuestro héroe retorna al ámbito amniótico y no me parece casual que los nombres de los edificios de la niñez, persistentemente recordados, sugieran el universo líquido de una prehistoria personal: Inírida, Orituco, Caura. El gran desafío de Gabriel es la imposibilidad de desprenderse de los lazos maternos para forjarse un destino; su derrota empieza con la ausencia de un principio paterno auténtico, carencia que resuena en las del país, cuyo sentimiento de perenne orfandad y cuya falta de madurez estimula el culto esperpéntico a los padres de la patria.

Una vez desechada la oportunidad de una relación adulta con Elena, su mujer, en aras de una obsesiva aventura con Carla, mucho menor que él y atada a vivencias adolescentes, se hacen inevitables para Gabriel el fracaso, la locura, el regreso literal al enfangado edificio caraqueño donde, tras los deslaves, vive como un ser de ultratumba la madre vieja y enferma. Percibir ese ciclo puede ayudar a entender el motivo de la asfixia espiritual de la cual no logra recuperarse el personaje de Sánchez Rugeles, por más que obtenga trabajo en Europa y por más que su ideal se sitúe en una ciudad de Eslovenia que simboliza la otredad. Liubliana, aparentemente exótica, distante, es la fantasía de la diferencia, de las transformaciones que no se alcanzan ni ocurren, condenado el sujeto edípico a reintegrarse en sí mismo, en una cuna que lo aprisiona pese a sus intentos de fuga y crecimiento. Nena Guerrero: nada inocente hay en ese nombre, en el cual lo infantil y lo conflictivo se alían para dibujar con áspero sarcasmo una condena. "Las manos heladas de una mujer me taparon el rostro", reza la última línea de la novela. La memoria que nos ancla en el origen se consustancia con la muerte.

Sobrecogedora es la indeterminación a la que nos conduce dicha fábula. Estamos sin duda ante un protagonista de perfil psicológico convincente; dados los contrapuntos y paralelismos con que su historia se cuenta, ¿no estaremos, con todo, ante algo más? ¿Es su historia solamente suya? ¿Por qué el río Liublianica se describe desde el punto de vista de Gabriel, en alguna ocasión, como "aquel Guaire eslavo" (p. 123)? ¿Por qué, en otras, las dimensiones metafísicas del malestar personal cristalizan en discursos de nación --por supuesto, desengañados--: "El mal es Venezuela.

A ese país deberían dinamitarlo, lanzarle una bomba atómica. El Infierno está en la Tierra y queda en Caracas [...] A nosotros Caracas nos hizo ser los infelices que somos. Perdimos el partido porque nacimos ahí" (p. 291)? Hemos nacido en un país, pero antes nacimos en una madre: al lector toca, en última instancia, sacar sus propias conclusiones, elegir su trayecto por la compleja red de ríos hermenéuticos que el novelista, laboriosamente, ha cartografiado.

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